lunes, 4 de enero de 2010

Más que una de vampiros.



DIEGO A. MANRIQUE 04/01/2010

Aviso de urgencia: vuelve hoy a Canal + la serie más sugerente de los últimos tiempos, en su segunda temporada. True blood es otra muestra del poderío creativo de la mejor televisión trabajando a plena potencia. Basta revisar el material original: los libros de Charlaine Harris son pobrísimos, unidimensionales, descaradamente adolescentes. Por el contrario, la versión de HBO tiene personajes carnosos, densidad argumental y múltiples lecturas. Ovación para Alan Ball, también responsable de A dos metros bajo tierra y de American beauty.

Olviden esa pegajosa oleada de productos vampíricos que nos abruma. True blood está abierta a todo tipo de seres, reales o imaginarios. Demonios, aquello parece una convención de freaks: según avanza la saga, a los humanos, vampiros, telépatas y cambiantes del inicio, se suman licántropos, sectas paganas, creyentes en la magia, practicantes del vudú, etc. Esa hiperinflación de fantasía y sociedades secretas no borra la esencia de True blood: una picante comedia sureña.

Comparado con Bon Temps, el rinconcito de Luisiana donde se desarrolla la acción, Twin Peaks era un pueblo aburrido. En Bon Temps, circulan drogas como la afrodisíaca V -un éxtasis concentrado- y el sexo es omnipresente: en la segunda temporada, sus habitantes descubren las orgías. La imaginación de los guionistas y los aciertos del casting han generado una deslumbrante galaxia de palurdos: Lafayette Reynolds, cocinero, camello y chapero; su explosiva prima Tara Thornton; el afable sheriff Dearborne y su ayudante, el amargado detective Bellefleur; Jason Stackhouse, hermano de la protagonista, tan dotado entre las piernas como flojo en la cabeza, sorprendentemente parecido a George W. Bush. Y eso es sólo un muestrario de los normales.

El planteamiento de base permite todo tipo de relaciones. Los vampiros, por así decirlo, han salido del ataúd; ellos y los humanos pretenden convivir pero abundan las traiciones. Nada casual que en Bon Temps no haya rastros del racismo o la homofobia que caracterizan al Sur Profundo: el miedo al diferente y el veneno del fundamentalismo bíblico se manifiestan ahora en el rechazo a los vampiros. Al frente de los intolerantes, un telepredicador que dirige la Hermandad del Sol, que combate la batalla de las relaciones públicas sin renunciar a las acciones clandestinas. Igual hacen los chupasangres.

Urge advertir que la segunda tanda de True blood se aleja del culebrón perverso que tanto nos fascinó. Cambia el registro: la encantadora Sookie Stackhouse y su novio, el recto vampiro Bill Compton, parten en misión a Dallas, buscando rescatar al más venerable de los reyes de la noche. Pero Godric está cansado de vivir tras dos mil años y pretende suicidarse. La pareja retorna a tiempo para el monstruoso experimento de Maryann, la ménade que se ha apoderado de Bon Temps.

Debido a su fisiología, algunos vampiros prueban suerte en el negocio del ocio nocturno. Su club más cercano, Fangtasia, tiene toda la pinta de un local para góticos. Por cierto, una señal de la grandeza de True blood es que huye de la tentación mercadotécnica de adobar la historia con música pensada para emos y demás tropas juveniles. Cuando se conocen Sookie y Bill, suena de fondo Slim Harpo y una reptadora pieza de 1957, Strange love.

Dominan los sonidos rurales, sobrios, espesos. Busquen la primera colección de canciones, editada por Electra/Warner. Domina la música de Luisiana: C. C. Adcock, Lee Dorsey, Lucinda Williams, Allen Toussaint. Seleccionada con intención. Dr. John tiene mucho repertorio de temática sobrenatural pero aquí interpreta una doliente composición de John Martyn: "No quiero saber nada del mal / sólo quiero saber sobre el amor".

En verdad, nos fascina la confrontación del mal y el amor. El disco se abre con Bad things, sintonía de la serie, un boogie libidinoso que Jace Everett machaca mientras se funden turbadoras imágenes de sexualidad, religión, fanatismo, pantanos. Como exclamaba Dorothy en El mago de Oz, ya no estamos en Kansas.

Fuente: elpais.com

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