Vivimos en un mundo monstruoso. Todos somos monstruos y no hay nada que podamos hacer al respecto. Aceptémoslo.
Aforismos de este tipo bien pueden funcionar como “slogans” político-sociológicos de la serie True Blood. El letrero "God Hates Fangs" ("Dios odia los colmillos") que aparece en los créditos de la serie de la HBO alude fonéticamente a la expresión homófoba "God Hates Fags" ("Dios odia los maricones"). De vez en cuando sería conveniente no olvidar que la serie de Alan Ball nació hace cuatro años con al menos tres propósitos claros: a) ofrecerse como alegoría de la lucha social del colectivo de gays y lesbianas en Estados Unidos, b) romper algunos tabúes sexuales de la América puritana y c) actualizar de forma lúdica los mitos del vampirismo. A día de hoy, finalizada la emisión de la cuarta temporada en EEUU y con la renovación automática de una quinta, estos propósitos son apenas intenciones seminales que han quedado enterradas por la naturaleza voluble y el imaginario expansivo de la serie.
En verdad, la lectura contemporánea del universo vampírico duró poco más de dos o tres capítulos, y las criaturas mitológicas se han multiplicado de tal modo en la sórdida, caricaturesca y grotesca población de Bon Temps, que hasta los vampiros originales (Bill y Eric sobre todo) han encontrado motivos para preocuparse. En un momento de la cuarta temporada, Sookie Stackhouse (Anna Paquin) exclama con indolencia: "Oh, bien, ahora tengo que vérmelas con brujas". Es uno de los varios momentos a lo largo de la cuarta temporada en que la serie se permite ser indulgente consigo misma, poniendo al descubierto claras señales de narrativa autoconsciente, como si fueran guiños a las audiencias cargados de sentido. Y es que los telespectadores que seguimos True Blood desde sus inicios hemos tenido que lidiar algo más de la cuenta (y no siempre de forma positiva) con la cuestionable ampliación del catálogo freak de la serie.
En el final de la tercera temporada era más fácil sentir conmiseración por la mejor amiga de la protagonista que por Sookie. De algún modo, la decisión de Tara de raparse el pelo, subir al coche y poner pies en polvorosa de Bon Temps ("Nunca más volveré a este agujero de mierda") parecía una invitación al televidente para que hiciera lo mismo. Y es que la confesión de Sam a Tara de que él tampoco era cien por cien humano, le hizo comprender que acaso ella era la única habitante de ese "agujero de mierda" completamente "normal". A su alrededor, camuflados, semi-camuflados o totalmente al descubierto, pululaban vampiros, telépatas, hombres-lobo, mujeres-pantera, cambiaformas, ménades, fundamentalistas religiosos y, como reveló el capítulo final, hadas madrinas y brujos. Más que un microcosmos de la América sudista (xenófoba, homófoba, republicana y tradicional), aquello parecía una feria de freaks o un parque temático de los horrores. Podía ser divertido, pero también redundante.
Como bien sabían los guionistas, el desafío de la cuarta temporada pasaba por justificar y sacar rédito narrativo a la revelación de que Sookie era un hada madrina con poderes sobrenaturales que hasta entonces ignoraba pero que estaban latentes en su naturaleza, y que el cocinero Lafayette, hermano de Tara, tenía un extraordinario brujo en su interior del que, de algún modo (con ayuda de su novio que, por supuesto, es un iniciado en la magia negra), debía tomar conciencia. Como ya hemos señalado, el espectador tenía motivos suficientes para expresar sus dudas sobre la conveniencia de introducir más ingredientes en la salsa mitológica. La inteligencia creativa de los guionistas de True Blood les previno en la pasada temporada de tomarse su producto con excesiva seriedad, aquella que habían tanteado sin fortuna en la segunda temporada, y entonces encontraron la distancia irónica desde la que maniobrar con el material que habían creado. En pocas palabras, dieron con el tono. Ese tono -que diríamos entre cínico y socarrón- es el que asoma manifiestamente en situaciones como el momento en que Sookie le recrimina a Eric que haya matado a su hada madrina. De hecho, el universo de las hadas madrinas, filmadas como en una representación de teatro escolar, todavía ha quedado por desarrollar, apenas está apuntado en esta cuarta temporada, y es sin duda el que se ofrece como vía de escape hacia las autoindulgencias de la serie.
El verdadero hechizo que conjura esta cuarta temporada es el universo de los aquelarres de brujas y magos. Mientras los guionistas encuentran ahí un modo de romper las jerarquías de fuerza que hasta entonces gobernaban Bon Temps -provocando una guerra entre los vampiros y la magia capaz de hechizarlos-, la serie da con otro personaje tan poderoso como el vampiro psicópata Russel Edginton de la anterior temporada, la bruja Marnie, interpretada por la actriz británica Fiona Shaw. Es una nueva clase de antagonista en la serie, ni agresivamente sexy (como Mary Ann) ni absolutamente chiflada (como Edginton), se trata de una médium con complejo de inferioridad cuyo cuerpo y mente es poseído por una bruja medieval que ha desarrollado un odio ancestral hacia los vampiros.
Sorprendentemente equilibrada, a pesar de todos los niveles que hay en juego -Sookie dividida entre Bill y Eric, Jason y su relación con Jessica, el mundo hombres-lobo y Sam Merlotte, Lafayette y su nueva naturaleza, el sheriff Budd adicto a la sangre de vampiro, etc.-, la cuarta temporada de True Blood es sin duda la mejor y más adictiva de la serie, que no sólo encuentra el equilibrio narrativo que le faltaba a sus predecesoras, sino sobre todo el tono correcto en términos de acción, comedia y drama. Será difícil que se superen.
Aforismos de este tipo bien pueden funcionar como “slogans” político-sociológicos de la serie True Blood. El letrero "God Hates Fangs" ("Dios odia los colmillos") que aparece en los créditos de la serie de la HBO alude fonéticamente a la expresión homófoba "God Hates Fags" ("Dios odia los maricones"). De vez en cuando sería conveniente no olvidar que la serie de Alan Ball nació hace cuatro años con al menos tres propósitos claros: a) ofrecerse como alegoría de la lucha social del colectivo de gays y lesbianas en Estados Unidos, b) romper algunos tabúes sexuales de la América puritana y c) actualizar de forma lúdica los mitos del vampirismo. A día de hoy, finalizada la emisión de la cuarta temporada en EEUU y con la renovación automática de una quinta, estos propósitos son apenas intenciones seminales que han quedado enterradas por la naturaleza voluble y el imaginario expansivo de la serie.
En verdad, la lectura contemporánea del universo vampírico duró poco más de dos o tres capítulos, y las criaturas mitológicas se han multiplicado de tal modo en la sórdida, caricaturesca y grotesca población de Bon Temps, que hasta los vampiros originales (Bill y Eric sobre todo) han encontrado motivos para preocuparse. En un momento de la cuarta temporada, Sookie Stackhouse (Anna Paquin) exclama con indolencia: "Oh, bien, ahora tengo que vérmelas con brujas". Es uno de los varios momentos a lo largo de la cuarta temporada en que la serie se permite ser indulgente consigo misma, poniendo al descubierto claras señales de narrativa autoconsciente, como si fueran guiños a las audiencias cargados de sentido. Y es que los telespectadores que seguimos True Blood desde sus inicios hemos tenido que lidiar algo más de la cuenta (y no siempre de forma positiva) con la cuestionable ampliación del catálogo freak de la serie.
En el final de la tercera temporada era más fácil sentir conmiseración por la mejor amiga de la protagonista que por Sookie. De algún modo, la decisión de Tara de raparse el pelo, subir al coche y poner pies en polvorosa de Bon Temps ("Nunca más volveré a este agujero de mierda") parecía una invitación al televidente para que hiciera lo mismo. Y es que la confesión de Sam a Tara de que él tampoco era cien por cien humano, le hizo comprender que acaso ella era la única habitante de ese "agujero de mierda" completamente "normal". A su alrededor, camuflados, semi-camuflados o totalmente al descubierto, pululaban vampiros, telépatas, hombres-lobo, mujeres-pantera, cambiaformas, ménades, fundamentalistas religiosos y, como reveló el capítulo final, hadas madrinas y brujos. Más que un microcosmos de la América sudista (xenófoba, homófoba, republicana y tradicional), aquello parecía una feria de freaks o un parque temático de los horrores. Podía ser divertido, pero también redundante.
Como bien sabían los guionistas, el desafío de la cuarta temporada pasaba por justificar y sacar rédito narrativo a la revelación de que Sookie era un hada madrina con poderes sobrenaturales que hasta entonces ignoraba pero que estaban latentes en su naturaleza, y que el cocinero Lafayette, hermano de Tara, tenía un extraordinario brujo en su interior del que, de algún modo (con ayuda de su novio que, por supuesto, es un iniciado en la magia negra), debía tomar conciencia. Como ya hemos señalado, el espectador tenía motivos suficientes para expresar sus dudas sobre la conveniencia de introducir más ingredientes en la salsa mitológica. La inteligencia creativa de los guionistas de True Blood les previno en la pasada temporada de tomarse su producto con excesiva seriedad, aquella que habían tanteado sin fortuna en la segunda temporada, y entonces encontraron la distancia irónica desde la que maniobrar con el material que habían creado. En pocas palabras, dieron con el tono. Ese tono -que diríamos entre cínico y socarrón- es el que asoma manifiestamente en situaciones como el momento en que Sookie le recrimina a Eric que haya matado a su hada madrina. De hecho, el universo de las hadas madrinas, filmadas como en una representación de teatro escolar, todavía ha quedado por desarrollar, apenas está apuntado en esta cuarta temporada, y es sin duda el que se ofrece como vía de escape hacia las autoindulgencias de la serie.
El verdadero hechizo que conjura esta cuarta temporada es el universo de los aquelarres de brujas y magos. Mientras los guionistas encuentran ahí un modo de romper las jerarquías de fuerza que hasta entonces gobernaban Bon Temps -provocando una guerra entre los vampiros y la magia capaz de hechizarlos-, la serie da con otro personaje tan poderoso como el vampiro psicópata Russel Edginton de la anterior temporada, la bruja Marnie, interpretada por la actriz británica Fiona Shaw. Es una nueva clase de antagonista en la serie, ni agresivamente sexy (como Mary Ann) ni absolutamente chiflada (como Edginton), se trata de una médium con complejo de inferioridad cuyo cuerpo y mente es poseído por una bruja medieval que ha desarrollado un odio ancestral hacia los vampiros.
Sorprendentemente equilibrada, a pesar de todos los niveles que hay en juego -Sookie dividida entre Bill y Eric, Jason y su relación con Jessica, el mundo hombres-lobo y Sam Merlotte, Lafayette y su nueva naturaleza, el sheriff Budd adicto a la sangre de vampiro, etc.-, la cuarta temporada de True Blood es sin duda la mejor y más adictiva de la serie, que no sólo encuentra el equilibrio narrativo que le faltaba a sus predecesoras, sino sobre todo el tono correcto en términos de acción, comedia y drama. Será difícil que se superen.
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