A raíz del descubrimiento de una sangre sintética que calma sus violentos impulsos, los vampiros se revelan ante la humanidad y reclaman sus mismos derechos.
Esta es la estimulante premisa de la que parte “True Blood”, uno de los mayores tesoros de la ilustrísima HBO, que recorre ya su cuarta temporada.
Del mismo modo que la semana pasada nombraba a J.J.Abrams como uno de los artífices de esta segunda edad de oro que vive la ficción televisiva estadounidense, esta semana me toca apuntar a Alan Ball como otro miembro de este selecto y revolucionario club. El oscarizado guión de “American Beauty”, la serie de culto “A dos metros bajo tierra” y, ahora, esta deliciosa mutación que es “True Blood” llevan la firma de este señor, aficionado a mostrarnos el reverso tenebroso del llamado “sueño americano” y que ha encontrado en la tele la libertad creativa que quizá Hollywood no estaba dispuesto a tolerarle.
Los vampiros han regresado (si es que alguna vez se fueron). El inesperado taquillazo de “Crepúsculo” (Catherine Hardwicke. 2008) ha devuelto a la actualidad a uno de nuestros monstruos favoritos. Lejos quedan ya las polvorientas cintas de la Hammer y los ojos magnéticos, sanguinolentos, de Christopher Lee. Lejos el “Drácula” de Coppola, lejos los techno-bakalas de “Blade”. Ahora los Señores de la Noche presentan una incompatible dualidad. La cara amable, romanticona, representada por las cadavéricas facciones de Robert Pattinson y la cara siniestra, falsamente humana, que tomaría los rasgos de Stephen Moyer o el sueco Alexander Skarsgard.
Lo importante de “True Blood”, sin embargo, no son los vampiros. Podemos calificar la serie como uno de los más acertados ensayos sobre el mito en pleno siglo XXI pero los chupasangres, en realidad, son la excusa que necesita Alan Ball para hablar otros temas más sugerentes: La muerte, la seducción de lo prohibido, las adicciones, el sexo y, por encima de todo, el odio a lo diferente. Que toda la acción transcurra en Luisiana, uno de los rincones más reaccionarios de los EEUU y principal foco de la esclavitud durante muchos años, no puede ser una mera coincidencia. Así, sin perder el tono lúdico y sexy predominante, Ball nos ilustra acerca de las dificultades que se le presentan a cualquier minoría a la hora de exigir sus derechos o que se respete su diferente manera de vivir (los guiños al sector gay son más que evidentes).
Todo esto comentado se refiere, sobre todo, a las dos primeras (y geniales) temporadas. El devenir de la serie en los últimos dos años es, sin embargo, menos halagüeño. Conforme se sucedían los capítulos “True Blood” ha ido dejando en el olvido esas sutiles metáforas que la hacían tan singular. Ahora el ritmo se ha tornado enloquecido, todos los personajes poseen su propia línea argumental, el catálogo de seres fantásticos parece no tener fin y casi han desaparecido aquellas escenas de sexo insano que eran su denominación de origen. “True Blood” conserva aún ciertos chispazos de genio y mantiene intacto su espectacular reparto, pero ha dejado de ser transgresora, especial. El complicadísimo equilibrio que mantenía entre lo profundo y lo ridículo está columpiándose peligrosamente hacia esto último. Quiere llegar al gran público y, como sus protagonistas, ha perdido el alma por el camino.
FICHA TÉCNICA
“True Blood” de Allan Ball. Con Anna Paquin, Stephen Moyer, Alexander Skarsgard, Sam Trammell, Ryan Kwanten, Rutina Wesley y Deborah Ann Woll. EEUU. Drama-Fantasía. Calificación: 7.