Asocio desde sus fulgurantes comienzos la identificable carrera de ese director tan personal, extraño, a veces fascinante, en otras insoportable, experimentador con causa o sin ella, destroyer vocacional o sofisticado, gurú del publicitado y prescindible Dogma, llamado Lars von Trier, con el festival de Cannes. Esa plataforma de la trascendencia bautizó El elemento del crimen y ofreció distinguida y permanente morada al danés ¿genial?, zumbado e inimitable. Acostumbrado a que sus mordaces o extravagantes palabras nunca se las llevara el viento, a la provocación vocacional o calculada, Lars von Trier fue escandalosa y multitudinaria noticia en el último Cannes no ya por la última obra que había engendrado su torturada imaginación, que es lo único que nos debe importar a los cinéfilos, sino por haber expresado públicamente certidumbres tan peligrosas y bárbaras como que le caía simpático Hitler. Von Trier no solo fue expulsado a perpetuidad de Cannes, sino que puede tener muy cruda la financiación, distribución y exhibición de sus futuros proyectos. Sería lamentable que declararan proscrita la expresividad de este artista. Y, por supuesto, que sus opiniones, obedezcan a la sinceridad abyecta o a la boutade irresponsable contra la corrección política, merecen que se le administre un lapo al consentido, fatigoso y envejecido enfant terrible. Por gilipollas, por bocazas, por jugar permanentemente a la transgresión.
A diferencia de tanto incondicional feligrés de su cine, yo me asomo a sus películas con mosqueo. Este desaparece inmediatamente ante la potencia emocional de Rompiendo las olas y Bailar en la oscuridad. Pero casi siempre me pone de los nervios, incluyendo el sadomasoquismo complacido y la vacuidad con pretensiones tenebrosas y apocalípticas de Anticristo.
Insiste en que todo se va a acabar ya en Melancolía. Cámara en mano. Describiendo la boda de una pareja rubia, sonriente, presuntamente enamorada. Pero suena la Novena sinfonía de Beethoven y el retratista de la plenitud se llama Lars von Trier. Tiene que haber gato encerrado. Lo hay. La dama es bipolar. Todo empieza a oler a podrido, a crepúsculo inevitable y feroz en la marcha de pompa y circunstancias que le ha montado su protectora hermana a la rubia depresiva. Se acerca el planeta Melancolía a la tierra, esa tierra en la que según uno de los dolientes protagonistas se ha pervertido la vida, con la certeza trágica de que es la única que existe.
La descomposición moral de esa familia y la desolada tristeza de la bipolar son el preludio de un final que va a devorar igualmente a la inocencia y al hastío, a los que buscaban un refugio en el orden sentimental y a los que ya han renunciado. Como en los sueños malos, todo me resulta desasosegante, pegajoso, tenso e irracional en esta película. Me hipnotiza, no sé si para bien o para mal, me empapa esa atmósfera determinista y sombría, hay imágenes con la fuerza, el misterio, la hermosura y el poder evocador de esas pinturas que siempre te remueven. Y puedo entender la desbandada, la incomprensión, el estupor o la irritación de los espectadores que no conecten con esta pesadilla de final tan consecuente como estético. Me ha ocurrido frecuentemente con este creador tan perverso como incuestionable. En Melancolía me siento fascinado y temeroso en la antesala del Apocalipsis. Y respiro al ver la luz de la calle. Pero no olvido lo que me han contado. Porque me he sentido dentro.
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